martes, septiembre 20, 2011

Allá...

       De nuevo con una extraña sensación de suicidio. Intento alojar en mi habitación una bala, la cárcel no me conmueve. Sigo arrastrándome a la apatía, puedo leer y leer durante horas sin embargo jamás escuchar. Quizá sea mi soledad, me dejo llevar por ella. Llevo algo de dinero en el bolsillo, podría recurrir a alguna droga, tampoco quiero eso, ya le perdí el gusto. Estoy parado en la puerta principal y cada pierna me contiene pues ¿adónde ir?. Prefiero volver a una celda para jugar con el hedor del ambiente creyéndome que alguien me acompaña. Mi casa, habitarla, no me sirve.

       ¿Amigos? Ya no los hay, ni sé si los tuve. Completamente solo. ¿Buscar una mujer? Pese a disminuir mi distanciamiento de ellas me cuesta volver a alguna. Alguien me preguntó qué he de hacer para calmar los ímpetus de mis hormonas… Sólo rezar.

       ¿Qué si estoy deprimido? Tal vez, pero créanme, no disfruto estar así y mucho menos cuando estoy sano (sin químicos ni nada que se le parezca para “disipar” mi malestar). Hoy deseo llorar y no puedo. No hay escapatoria para la ira que lleva mi memoria, mejor, mi “presente”. Es que mi pasado me condena y acusa con tan señera rabia que me siento frágil. Cómo un muñeco de trapo dispuesto a ser mangoneado por cualquier fuerza humana o sobrehumana.

       ¿Qué si puedo proferir una mala palabra? No. Se me quedó plasmada en mi “habitación” gris aquella frase de que, el tipo que se expresa tan sólo con oraciones soeces es falto de imaginación. Digo, no es por presumir, pero quiero ahora más confiar en mi ingenio que repetir o proferir algo que atenta o acorta lo que quiero decir con mis propias palabras, con conjugaciones que expriman y decoloren esta atormentada materia gris.

       Empecé mal con Dostoyevski, “Recuerdos de la casa de los muertos” me hizo reír e intenté llorar mas no pude. Henri Troyat afirmaba que es una de las grandes obras del maestro ruso. La fuente principal donde emana toda la confabulación de sus novelas emergen de su experiencia de cuatro años en el presidio. Es el sufrimiento de allí y de antaño que lo arrastra a no ser benévolo con nuestra psicología. Puede que haya muerto ahí, y luego intentase revivir, pero, aquello es una vil mentira. Nadie puede revivir, ni mucho menos sobrevivir. Es la vida. Aún en el Cuerno del África sus habitantes viven, es la crítica y la visión del extranjero que les limita esa vida miserable en sobrevivencia o supervivencia, y es que, el ser paria también es un modo de vida.

       Y sí, es que yo vivo, mis días sobre la faz de la Tierra son dictaminados por los bombeos de mi corazón. Voy camino a ser parte de la “evolución”. De hecho, puedo afirmar que el significado de mi existencia no se asemeja a ser el culmen de la tesis de Darwin. El espejo del ropero de mi cuarto, o el reflejo inopinado con el que chocan mis ojos me denuncian que estoy involucionando. Fuera de esta vejez prematura. La vida se me apaga ante los transeúntes.

       ¿Cómo es que estoy vivo? Mis dedos (sujetando un lápiz y aferrando el brazo sobre un papel en blanco, o posados en un teclado de máquina de escribir), son el combustible de mi alma. Le dan alegría y brillantez al grisáceo de mi habitación cerebral. Recogen el oxígeno que mi sangre alguna vez leucémica necesita.

       Endeble y no maleable. Santo y sin mérito blanco para alcanzar el cielo. Aun respiro porque mis dedos redimen un mal día. Me recuerdo que… ¡Quiero vivir!

lunes, septiembre 19, 2011

Aquí...

       No creo que se me haga fácil dilucidar nuevamente mientras intento reacomodar mis pensamientos, encuadrar cada una de las palabras que pueden transformarse en un mensaje de auténtico “grito“ de libertad. Después de haber pasado toda la tarde llorando por la suerte de Dostoyesvki a través de una infortunada biografía que culmina en gloria literaria muy a su pesar en vida y después de ella. La paciencia e inteligencia intelectual de un Troyat me deslumbró antes con la vida de Pedro el Grande. Ahora, con Fiodor Mijailovich me conmovió hasta los huesos. Ha tiempo que he leído tanto y nunca escuché entre líneas e incluso en los mismos párrafos. Todas esas novelas, aquellos tratados medievales, o ensayos filosóficos e históricos, siempre los ojeé, nunca los oí. Y es que ahora, hoy, acaso me decida escucharlos. Reviso inmediatamente las Confesiones de san Agustín y de nuevo, lloro a lágrima viva. Pues la semana pasada mis orejas eran las más dispuestas a hacer escuchar a mis ojos todo libro que se ponía ante mis manos, el primero, el del santo obispo, el segundo el “De Profundis“ de Wilde y lloré con más ganas. Al culminar su lectura-escucha recapacité y reconocí que es hora de despertar. Lo que poseo ante mi vista y leo no es mío, tampoco puede quedarse conmigo; pues, lo hurté y otros cuantos, incluso algunos CD de Bach y Mahler. El remordimiento y la consideración me hicieron devolverlos a sus dueños lugares, ajenos a mí y a mi casa.


       Acabo de salir de un enclaustramiento involuntario o a veces demasiado voluntario, el miedo, esta vez, me sobrecogió y anduve deambulando cómo aquéllas ánimas sin nombre y deseando jamás ser reconocido. Me amarré a la pata de la cama para cuajarme con el miedo y disimularle al dolor una indisposición infantil demasiado adulta. He intentado borrar todo vestigio de mi ante los demás sin embargo quedé siendo el mismo. Con las mismas taras y con la certeza insoportable de envejecer prematuramente.

       Qué es la libertad si no el alejarse del mundo y agostar el espíritu, desde el amanecer y hasta poco antes de esconderme entre las sábanas a medianoche. Libre, libre, al fin y al cabo… Nada de eso, suena a mentira. Continúo como anacoreta político entre las veleidades del trabajo, de mis deseos literarios y la misoginia que pretendo desterrar también “ha mucho tiempo”. Escupí muchas veces al cielo y de nuevo fui reo de testarudez ¿Qué es la cárcel para mi? Todo y nada. ¿Pisé algún presidio? Muchas veces. Es que, también, existen cárceles sin barrotes, quizá una ideología empolvada y llena de telarañas; tal vez una manía parafílica sembrada en el orfanato, una letanía que va deshaciéndose a medida que olvido repetirla en los momentos más cruciales del día; el cuerpo de una amante cuya lascivia era destructiva; las oficinas públicas o privadas que transito. La cocina de mi madre y, por último la habitación de mi cerebro siempre equidistante entre el pasado remoto y el pasado reciente. Pues el presente aún no habita en ella...

       Todo lo aprehendido queda en reserva para mi espíritu. Fiodor Mijailovich me llama y esta semana la pasaré con él y, es que escuchar a Prokofiev no basta cuando una sinfonía literaria acusa con golpes intransigentes a la puerta de mi pasividad…