sábado, octubre 28, 2006

¿Madre?

Hoy maté a mi madre, la mujer entrada en muchas circunstancias, cargada de experiencia, ha muerto, y no por mis manos, sino por mi odio hacia ella. Su intolerable temperamento resquebrajó mi admiración. Los días insufribles a su lado, han terminado. La beatitud falsa, venerada por mi edípico vicio adherido a sus faldas y, el deseo eterno de nunca dejar ser un niño amamantado por sus escasos -aun eternos- besos y abrazos, terminaron sacándome del remolino imaginario y del extraño dulce afecto que me ofrendaba, a veces; con alguna sardónica reprensión.

Cuando me acuerde de ti mujer, de usted señora, en ésta fría celda, no hay metralleta de papel que esté descuidada; pues, cargadas están con mucha ira y pólvora, para fulminar su cuerpo, ahora insignificante esperpento de arena y cascajo. Mis lágrimas no son más que diminutas arengas de desprecio. Mis palabras solo, visceral expresión de huida de su parentesco. He descubierto que no tengo más, familia. Estoy solo. Usted no me trajo al mundo, pero, me daba a luz cada nueva mañana, y hoy en este eclipse de luto rutinario sólo me acompaña su exquisito desprecio.

El cordón umbilical que nos unía, está dando sus últimos ajustes a mis vísceras para vomitarnos recíprocamente. La indiferencia de tu caminar senil ante mi presencia, se torna fantasmal a mis escasas sonrisas en la casa que habitamos. Nunca supiste inocular en mi espíritu la ambición que toda madre quiere engendrar a sus vástagos con consejos, premios promesa y castigos literalmente ejemplares. Tus contados chicotazos a mi espalda nunca dejaron pedagógicos surcos para mi memoria febril y descuidada.

El alarido de tu voz en cuello, ya no calcina mi orgullo por ti, es una flama que se extinguió sin nunca arder en mis deseos de llamarte siempre: mamá. Estás muerta y muerto quiero estar, aunque, el infierno nos espera, hay un paraíso que las espaldas no nos quiere dar. Te he premiado por tanto castigo involuntario. Estoy escondiéndome de ti otra vez. Y en ésta oportunidad no me encontrarás.

Puede que el único legado sea tu cínica frialdad ante los hombres que, no pudiste moldear domésticamente en mí. Pero se quedó tan quietecita en el iris como la muñeca que agarraba entre mis manitas y abrigaba con las solapas de mi casaca color caquita que te encantaba hacerme lucir todos lo sábados de paseo, o de visita a la abuela. El mismo día cuando descubriste que era mi juguete favorito y yo con mi cara de susto obvio no supe disimular; fue el instante en que empecé a odiarte por ser más macho como la figura ausente hábilmente suplida por tu amor negligente de madre coraje.

Soy un ridículo distante a ti. Tu mundo es ajeno a mí, su anchura la cojudez cuya correa amarro con punzas de desquite y sabrosos tormentos. Qué pena, dejamos de existir…